Quarta di copertina
En 1541, Luis Alfonso, espía de la Corona en la corte de los Médicis y artista de nombre en su tiempo, llega al Perú acompañado por un lacayo que intimida, el Moro. Ha sido convocado para conspirar contra Francisco Pizarro, el conquistador, que es dueño de estos dominios lejanos, y a su juicio salvajes. También es vulgar y tirano, arbitrario y cruel. Sus soldados ya mataron a Atahualpa y sojuzgaron a los incas; él se debate sobre si debe enviarle al Rey todo el oro que ha conseguido, que es mucho, o sólo una quinta parte. Mientras, se prepara para que unas telas inmortalicen su estampa, que valora en exceso.
Sin embargo, quien está a cargo de esa tarea no es el previsto. El verdadero Luis Alfonso fue asesinado y suplantado por Bruno Gaspare di Lippa, Marchesi di Resina, oriundo de Nápoles y aspirante a poeta. Debió abandonar su ciudad cuando fue invadida por los españoles y ahora renace en América, un territorio en ciernes, pura promesa, con peligros y riquezas que se especulan interminables. La asedian oportunistas, desterrados y desesperados, una minoría de hombres de bien ; la sufren los indígenas diezmados. En ambiente tan abrasador como desolado, que pone en contacto con el vértigo máa hondo y con el desamparo radical, Bruno, ya Luis Alfonso, busca un recodo que enderece su destino, que le permita vengarse, a su modo, de los usurpadores de su patria, y que quizás le devuelva el amor que le quitaron en su perdida tierra natal.
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La prima pagina
El amanecer del 27 de junio de 1541 me sorprendió tumbado en la pendiente de una barranca que dominaba una bahía a diez leguas al norte de Lima. Estaba húmedo de rocío, el suelo era duro y sentía las agujas de las piedras y los guijarros hundiéndose debajo de mi cuerpo. Me levanté de inmediato y fui hacia el caballo. El gran tordillo, favorito del desdichado Francisco Pizarro, aún transpiraba y temblaba un poco. Le acaricié el lomo, las ancas, y cuando hundí las manos en la alforja para tocar las monedas de oro, sus narices se dilataron. Luego aseguré las riendas al tronco de un árbol, empuñé la espada y bajé a la playa.
Los cerros, detrás de mí, se divisaban claros y nítidos, pero el mar, inmóvil, brillaba bajo un velo de bruma. Siempre me había gustado aquella hora del día, esa luz gris que precede a la salida del sol, el momento en que las sombras de la noche se esfuman. Sin embargo, un rato más tarde, cuando la brisa despejó el horizonte y pude ver el barco fondeado, esperándome, esperándonos, allí, en el medio de la bahía, quieto y magnífico, con sus banderas flojas bajo la curva vacía del cielo, con la agradable sensación de que todo lo que había planeado en Santo Domingo se cumplía, que todo lo que había hecho en el pasado reciente, si bien penoso, era necesario, y que tenía por delante fama y fortuna, como había vaticinado la sibila, sonreí reconfortado como nunca antes en otro amanecer.
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