Enrique M. Butti

 

L'intervista

 

 

Géneros
¿Qué es lo que al inicio del impulso a la escritura decide que lo que viene es poesía o narrativa? Hay algunos indicios que son los que ya conoce cual-quier adolescente con afición a las letras: si uno está instalado en la taquicardia existencial, aterrado, enamorado, ago-nizante, en levitación, cada palabra nace con tal carga, de plomo, hormona, Historia o desesperación, que es probable que se elija esa rara capacidad de la poesía para apresar y sostener el pronunciamiento del instante, del eterno presente. Esta vehemencia no impide la aplicación artesanal, y quizás la métrica y la rima rigurosas sean en última instancia buenos cimientos con que nos arma la tradición para que, aplacada la taquicardia, persista el estímulo al trabajo y borremos la vergüenza de aquella debilidad primera, la inspiración.

Después, si me gusta leer y escribir novelas es por el sortilegio de entrar a vivir en mundos distintos y paralelos, uno de los cuales dura mientras dura esa escricura o esa lectura, o mientras duran sus resonancias, a veces tan agudas y permeables e indelebles como el mundo cotidiano que permanece en los sueños, o como los sueños que permanecen en la vida cotidiana.

Y en el cuento sucede otra historia, el difícil intento por hacer confluir y concentrar esos dos mundos, o cuantos fueran. Desde la experiencia de la escritura, lo siento como el más gentil, el más misterioso y satisfactorio de los géneros que he trabajado, quizás porque participa de los arrebatos tan distintos de la novela y de la poesía, y porque su vida es más rápidamente independiente e integral.

El punto principal
Los rigores que trataron de imponer los estudios literarios de la segunda mitad del siglo XX para entronizarse en pseudociencia, tuvieron necesariamente que centrarse en el texto, obviando o negando la cuestión del gusto y lo que tuviera que ver con el lector. Con una mística anticipatoria y patética, los logros más concretos de esos estudios terminaron siendo explotados por la industria cibernética y por la mucho menos importante y más mezquina industria de la promoción literaria, tal como la conocemos hoy actuando en suplementos, merchandising, premios y nobeles, construcción de prestigios universitarios, etc. Entretanto, del lector, nada, Y el lector es el punto principal. Podía dejarse de escribir, ya que abunda biblioteca para rato, y si hubiera lector, la literatura sobreviviría. Pero si desaparece el lector, aunque haya quienes escriban (hay tantos escritores que no son lectores), ¿entonces, qué?

Como propuesta de progreso se decidió despreciar y anunciar la muerte del lector inocente, no del estúpido, sino del que no se remitiera a una lectura exclusivamente estética, como si desde los inicios de la literatura no se supiera que todo temblor de ella se origina fatalmente a través de la expresión. Conozco pocos escritores como la gente, pero nunca conocí un buen lector que por más jodido que fuese no valiera compartir toda la vida a su lado.

La historia del lector básicamente tiene que ver con la soledad. Me figuro que hay dos tipos de lectores: el que llega a los libros por los caminos de la soledad, y el que llega a la soledad por la frecuentación de los libros. La soledad de uno es sólo aparente: abandona antiguas o futuras compañías por otros, mejores amigos. La soledad del segundo es irreversible: no encuentra a nadie en los libros; él es autor de todo lo que lee.

Destronando las órdenes
Hay un ensayo, una confesión de Carlo Emilio Gadda, que se titula “Cómo no trabajo”, porque el texto que sigue es una irrupción de rabia y lamento contra los vates y demagogos de su tiempo. Y ahí Gadda habla de la carga de palabras que hay que echar a puñados, como a las gallinas maíces, como Colón echaba cuentas de vidrios a los indios para deslumbrarlos, ya que su reverencia Colón esperaba como contrapartida granos, patatas de oro. Y enseguida Gadda se planta y clama: “¡Ay de mí, yo no soy escritor colombófilo. No busco gallinas para echarles perlas vítreas. No quiero pepitas, ni patatas. No tengo indios bajo mi poder. No quiero tenerlos.”

No, ni indios ni esclavos. Pero de vez en cuando uno pública, y por algo será, por alguien. Seducción y no cadenas, entonces; si hay que llevarlo al lector, página a página, que sea con la sopapa de un beso, que dure del inicio al fin, sin aliento. Pero antes, claro, habrá que buscar un lugar de encuentro. Desbrozar, abrirse paso en la página en blanco, que bien vista es negra, como te decía, destronando las órdenes que exigen, amenazan, prometen, chantajean, de los puercos Judas besando el cuentero Homero, a la pequeña Sherezade, al pequeño Rimbaud, de los cerdos acordando voz de mando a fuerza de Expulsiones, estacas en el corazón, golpes en los nudillos para que aprendan, para que aprendamos, los aprendices de escritor, a emular sus malditas devastaciones e impotencias premiadas y reverenciadas, prometiéndonos futuras entronizaciones y vasallos genuflexos, gallinas, indios, esclavos.

No tuve maestros literarios. No quise tenerlos. Desconfié enseguida de sus maíces, de sus cuentas de colores, y aprendí que los artistas supremos se los encuentra en otro lado. Los específicamente literarios, en las bibliotecas; los vivientes, en las calles del mundo, si es que uno tiene ganas y sabe vagabundear.

intervista di Enrique Butti a Javier Adúriz,
in “OMERO poesía”, dicembre 2002, anno 4 / n. 9

 

 

 

 
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