No me digan que no
Ed. Colihue,
2000
pp. 115

 

Quarta di copertina

Voluntariamente variada y sopresiva es la obra literaria de Enrique M. Butti, un escritor argentino atípico, más conocido fuera que dentro los límites de su país, más representativo del íntimo destierro de los desiertos argentinos que de los circuitos caracteristicos de la intelligentsia porteña, de Buenos Aires. De su inédita pero espontáneamente difundida El Club de los Depravados a sus novelas de aventuras “para adolescentes”, Butti hace acopio de una amplia y ecléctica gama de recursos y géneros.
Una voz personal sostiene los cuentos, novelas y obras teatrales de Enrique M. Butti, signada por la fuerza de la imagen en los momentos cruciales de la anécdota (reflejo quizás de su experiencia cinematográfica), por un humor desbordante y por un estilo cincelado hasta la transparencia.
En estos cuentos abunda el tratamiento de un fantástico-cotidiano, donde lo milagroso acecha a personajes que viven al margen de la Historia estentórea y heroica. No es casual que Butti reconozca su admiración, más allá de los inevitables Borges y Rulfo, por escritores nunca bien asimilados por la académica literatura latinoaméricana “for-export”, sobre todo por el uruguayo Felisberto Hernández, el brasileño Joao Guimaraes-Rosa, el argentino Manuel Puig y el mexicano Jorge Ibargüengoitia.


La prima pagina

Donde me presento sin dar demasiadas vueltas

     Si ustedes abrieron este libro para encontrarse con una sarta de palabras que se persiguen entre sí y que van como hormigas en ordenada fila india, derechito a la cama, bueno, siento mucho tener que decirles que están fritos.
     Yo no sé qué piensan ustedes, pero yo, cuando me pongo a leer, en general tengo la impresión de que el escritor aplastó las letras sobre el papel con dulce de leche. Capaz que me equivoco, capaz que muchos escritores usen dulce agrio de toronja, puede ser, no les discuto. La cuestión es que se trata de una mermelada tan empalagosa que a la tercera frase ya me duele el estómago del empacho. Los ojos se cierran como si los hubiesen pegoteado con almíbar, no me digan que no.
     En fin, si ustedes abrieron este libro para encontrarse con un pic-nic divino, todo preparadito sobre un mantel almidonado, están fritos. Conozco bastante bien lo que son esos pic-nics; mi tía abuela Jorgelina nos obligaba a seguirla en sus expediciones todos los años para el Día de la Primavera. Se internaba por las islas y los chicos teníamos que correr detrás suyo, cargados de canastas y bolsas y heladeras portátiles. Cuando se detenía, entonces teníamos que empezar a abrir latitas y cerrar frasquitos, encender espirales contra los mosquitos y limpiar el terreno de ortigas y abrojos. En esas operaciones se iba todo el día y cuando te querías acordar se ponía a llover o nos corrían yacarés y cabras hambrientas. Lo único divertido de esos picnics era esperar pacientemente a que se viniera alguna catástrofe y ver la tía abuela Jorgelina corriendo como una loca con los pelos parados.

© 2000 Ediciones Colihue


   
narratori.org © 2024