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Ojos negros

 

 

Ojos negros,
Ed. Edhasa,
2010
pp. 162

 

Quarta di copertina

A comienzos de 2002, Miguel, un argentino desempleado, está al borde de la ruina económica, y más grave aún, con la sensación de tener una vida que no vale la pena vivir. Su desamparo no hace más que crecer, y entonces acepta viajar a África para cumplir una misión casi imposible. Una apuesta a ciegas, a todo o nada, donde el todo es la riqueza y el fin de las privaciones, y nada la muerte.
El Congo y Angola son los espacios donde esa apuesta habrá de dirimirse; los diamantes son el trofeo salvador, o acaso su guillotina. Descubriendo su derrotero paso a paso, ignorando muchas veces qué se espera de él, Miguel ingresa sin querer en una trama de traficantes de piedras preciosas. Afuera de ese mundo de riquezas desmesuradas y traiciones automáticas, están los epigonos de una guerra civil, la súbita erupción de la violencia, un policía mexicano que ingresa por azar en la trama y la precipita. Y también afuera, como en un frágil sueño que se niega a ser parte de la pesadilla que lo envuelve, está el amor, una mujer inesperada que lo incita a olvidar su apuesta y que le promete una felicidad que jamás imaginó.
Ojos negros es, al cabo, una novela hipnótica, que narra la peripecia de un personaje que descubre siempre un poco tarde qué decisión hay que tomar. En esa demora, su vida vacila, y como en esas distracciones que salvan de un accidente en vez de provocarlo, ahí puede surgir el camino que le haga olvidar el origen de su viaje, la angustia que lo expulsó de la Argentina y esa ambición que a la vez lo exalta y lo aniquila. Sin pausas ni concesiones, Eduardo Sguiglia lleva al lector de la mano a un viaje alucinante, y como no puede ser de otro modo, desemboca en un final sorprendente, donde hacen las paces la literatura y la aventura.


La prima pagina

    El reloj da las once al tiempo que Modesto Vargas entra a su oficina. Enciende la luz, avanza hacia el escritorio y deja el maletín a un costado, en el piso. Desde allí contempla la sala de guardia. Es una noche de sábado. Ve a sus policías interrogar a unos cuantos jóvenes que acabarán rotos mucho antes de acumular un solo signo de riqueza. Al principio se entretenía observando la fauna que circulaba por la sala. No tiene gracia ahora. Camina hacia la puerta, la cierra con llave y vuelve a su escritorio.
    El suboficial Vargas es más bien bajo y delgado, pero sus movimientos revelan cierto aire de confianza que resulta agresivo. Se quita el saco, afloja el nudo de la corbata y se estira en la silla. Mira la bolsa de plástico con los objetos que recogió en la pesquisa. Desde hace un rato tiene la inconfundible sensación de que La Milagrosa trabaja de su lado. Mete la mano en la bolsa para sacar una billetera y un grabador digital. El resto son nimiedades. Las trajo de puro curioso. El único lugar que no registró en la habitación del hotel fue la cama. ¿Pero qué secretos puede ocultar una cama vací? Sueños. Promesas. Ilusiones, tal vez. Hace la señal de la cruz. Luego prende el grabador. Se inclina hacia adelante. Escucha unos minutos de confidencias antes de pausarlo. La brisa que entra por la ventana trae el rumor de la calle. Oye el ruido de un camión y luego la sirena de una ambulancia que pasa rápido a lo largo de la calle y se desvanece a lo lejos.

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