Noemí Ulla

Recensioni

 

 


su Nereidas al desnudo

Nereidas al desnudo, de Noemí Ulla
Por Juan Pablo Bertazza

Suplemento Cultural RADAR, Página 12, Buenos Aires, 24 de diciembre de 2007, p. 31

La Fuente de las Nereidas –que es la primera obra pública hecha en Argentina por una mu­jer, la escultora Lola Mora– exhibe en la Costanera Sur, justo frente al Centro de Museos, el mítico nacimiento de Venus con las famosas nereidas como testigos privilegiadas. Y Nereidas al desnudo es el nuevo libro de cuentos de Noemí Ulla quien, por alguna extraña razón, es más conocida por su labor crítica que como escritora. Pese a esto, en 1997 la Casa de los Escritores Extranjeros y de los Traductores (MEET) de Saint-Nazaire (Francia), que anualmente otorga becas a escritores y traductores del mundo, alojándolos en un gran apartamento en la décima planta de un edificio situado en la desembocadura del Loira, decidió concederle a Ulla la beca que también obtuvieran Piglia, César Aira y Juan José Hernández, entre otros. En el caso de Ulla, debía escribir, ayudada por ese paisaje idílico y renacentista, un nuevo libro de cuentos, género que la escritora maneja con gran pericia. Los libros publicados por MEET son bilingües, en francés y en el idioma natal del autor correspon­diente. Los doce cuentos de esta nueva obra editada en Francia y traducida por Milagros Ezquerro y Michèle Ramond (que próximamente será publicada también por Leviatán y cuenta con un prólogo de Bioy Casares), al igual que la fuente de Lola Mora, tienen la característica de ser al mismo tiempo irreverentes y clásicos: todas las historias tienen en común la presencia constante de terceros en discordia que aparecen para cambiar todo o para valorar lo que probablemente se pierda. Así “En Guadalupe” por ejemplo, una niña morirá luego de que su joven novio la descubra con las manos en la masa junto a alguien de su sangre, en medio de una perversa atmósfera infantil que no deja de recordar a Silvina Ocampo. En “Madrugada”, luego de percatarse de la imposibilidad de su amor por un griego mucho más joven que ella, Diomira se entera de la muerte de su marido y queda a merced de la culpa. Otro gran hilo conductor de estos cuentos es que el lenguaje, y sobre todo los diálogos, ya sea por identificación o por atracción de opuestos, son el principal vehículo de seducción. En “Occitania” una pareja conformada por un francés y una argentina comienzan sus affaires con sendos amantes gracias a la recuperación de su lengua natal. Pero en “Los rusos”, por el contrario, Pablo se enamora de la joven eslava Rusalka gracias a su armoniosa voz entonando canciones populares de su tierra. Noemí UlIa expresa en el prólogo: “Los idiomas vagan en el aire como claros fantasmas y a ellos se sumará mi voz persiguiendo la página blanca en la escritura del español del Río de la Plata”.
A propósito de la producción de la obra hay una evolución muy interesante en el libro de Noemí Ulla: y es un traspaso sutil entre el realismo de sus primeros cuentos hasta lo fantástico de los cuatro relatos que cierran la obra. De hecho, el primer cuento es “Carta a Hugo”, donde la autora explica justamente su situación como becaria en Francia y el proceso de inspiración. Luego hay siete cuentos de claro tinte realista para desembocar en una serie de relatos fantásticos que, curiosamente, ganan verosimilitud gracias al curso realista que los precede. “En la bruma del Ródano” cuenta la historia de una pareja inseparable de Avignon que por celos sufre una ruptura tan dolorosa que reaparece en forma de sombras en los contextos más impredecibles. En “Intensidad y altura”, un hombre ve cómo le crecen en la cabeza flores moradas de Santa Rita, mientras que en el ya citado “Los rusos”, Pablo hace crecer naturalmente su barba y bigotes postizos para engañar al padre de su chica. Por último, “Nereidas”, el único cuento narrado por un hombre, muestra el hechizo que es capaz de generar en los hombres una especie de síntesis de todas las nereidas de nombre Bárbara.
Como Lola Mora, la escultora que concibió en Roma la Fuente de las Nereidas, Noemí UlIa produjo durante su estadía en Francia una colección de relatos que deja al desnudo sus mejores dotes artísticas.

 

su Urdimbre

“Estar Hecho de palabras”
di Beatriz Sarlo
Clarín , 17 de diciembre de 1981.

Todos hemos sentido, alguna vez, la compulsión y también el placer de saltar por encima de las páginas, ir derecho hacia el desenlace de una novela, deslizarnos sobre las descripciones co­ mo superando los obstáculos inoportunos que separan un nudo argumental d el siguiente. Todos sabemos lo que es recorrer un libro suspendidos, por así decirlo, de las articulaciones de la trama, sin detenernos en la piel, en los artificios d el lenguaje.

Pero hay libros que no admiten esta lectura afiebrada por las peripecias. Libros que imponen su “régimen”: no saltear nada y, sobre todo, no saltear ninguna palabra; libros que repelen ese deslizamiento feliz e irresponsable, como si nos estuvieran diciendo: estoy hecho sólo de palabras; mi materia es la lengua, mi sentido está allí, no es más que su recorrido. Lo que quiere decir: léanme según el régimen en que fui escrito, miren mi superficie, allí estoy yo por entero.

“He recorrido torsos con las manos, con las puntas de los dedos, suavemente, como queriéndome ejercitar para un tacto mayor. Me he complacido yo en un aprendizaje, donde he puesto la mayor de las dedicaciones”, se lee en Urdimbre de Noemí Ulla, y esta frase parece indicarnos de qué manera este texto lento y bello quiere ser leído.

Articulado en cinco amplios fragmentos que a su vez están armados con textos breves, Urdimbre es una historia de sensaciones. Está primero la sensación casi material de la lengua. El texto ha sido seducido por la lengua en que está escrito, se le entrega, y le es tan fiel que no la sacrifica a nada. Le proporciona, sí, el cañamazo de tenues fantasías, imaginaciones, recuerdos. Urdimbre se enreda en la lengua. “Yo estudiaba las provincias – me costaba leer Jujuy y decía Jujuí”; cambia las vocales, juega con rimas: “Se dirá que su cuerpo está llena de consonantes, y vocales”; baraja fragmentos dispersos que el lector puede leer como un verso, como el resto de una canción: “entonces no supe si debía cantar o contar. Primero dije cantar. Los otros se horrorizaron. Después, la otra, me habló de contar. Y la vocal se me confundió”.

Después están las sensaciones de un cuerpo, o de los cuerpos, porque sería difícil decir que en Urdimbre habla un yo individual, desde un cuerpo encerrado en sí mismo. Este cuerpo del relato se muestra, esquivamente, en la historia de su placer y de su sufrimiento. Placeres y dolores mínimos, casi podría decirse antiargumentales: un dedo que se tuerce, el roce de una tela, la sensación de que una ropa cae o ajusta donde es debido, olor de flores y de plantas, de condimentos, manos, vértebras, cabellos. Y los cuerpos ajenos, cercanos o extraños, que en Urdimbre nunca son cuerpos completos sino partes, superficies de piel, miradas. A veces no son siquiera realmente cuerpos sino zapatos, trajes, sombreros, sustancias que, como el talco en uno de los relatos, se interponen entre la mano y el cuerpo que aquella toca. Dispersos en Urdimbre, algunos relatos nos tienden una especie de trampa o de remanso, donde la narración se parece más a lo que habitualmente leemos como tal. Dos o tres de estas ficciones son equivocas; ¿qué nos quieren decir? ¿Qué nos quiere decir la historia del masajista ciego, que se incline sobre sus clientes, ambiguamente? y ¿qué nos quiere decir esa historia, especie de homenaje a Felisberto Hernández, de los dos músicos de segunda categoría, dos artistas en gira por las provincias, en teatritos tan mezquinos como su destreza?

En realidad, no nos quieren decir otra cosa que la que dicen: ésta es una historia sin explicación, sin, personajes (en el sentido habitual del término, casi sin historia, aunque en el las la gente sufra, se ame, se muera, se traicione.

O, más bien, nos quieren señalar una libertad que se toma la literatura: ser libre respecto de lo que llamamos la narración, la intriga, la continuidad del, argumento, la estabilidad de los personajes. Ser libre, incluso, respecto de la unidad de los sujetos, de las experiencias, del pronombre de primera persona, ese yo que recorre toda la Urdimbre, pero que finalmente no sabemos quién es, cómo es, cuál es su historia. El libro nos quiere decir exactamente lo que nos dice, lo que en él leemos palabra por palabra.

Sin duda, Urdimbre pide también un lector libre. Esa es su poética. ¿Y su moral? Texto de mujer, Urdimbre afirma – como, de otra manera, muchos de los cuentos de Silvina Ocampo – la perspectiva de una escritura femenina, de una sensibilidad femenina. Quizá allí sea su moral abiertamente explícita. el derecho a hacer de esa sensibilidad, de esa flexión particular del lenguaje, una literatura. Noemí Ulla nació en Santa Fe. Ha publicado una novel a y varios ensayos sobre Borges, Macedonio Fernández, Di Benedetto, Silvina Ocampo, Urdimbre es también un tejido de ecos, recuerdos, sombras de estos escritores. Se crea así un espacio literario que duplica el espacio irreal de algunas de las ciudades amadas: Rosario, Montevideo, Santa Fe, Buenos Aires.

 

su Ciudades

“Noemí Ulla y una infatigable creación literaria”. El Centro Editor publica ahora Ciudades
Buenos Aires, Tiempo Argentino, 17 de agosto de 1983.
Entrevista de Hugo Beccacece

Cuando en 1981 Noemí Ulla publicó Urdimbre fueron muchos los que se asombraron de la audacia recóndita y como en sordina de ese texto, que parecía prescindir de personajes y circunstancias para confiar tan sólo en el encanto que surgía del ritmo, de la entonación, de las frases y de los gestos de esos seres de los que se ignoraba casi todo salvo esos detalles mínimos, pero reveladores que la escritora confiaba a sus lectores. Era como si los sujetos hubieran desaparecido y sólo quedaran sus atributos. Al año siguiente Noemí Ulla dio a conocer Encuentros con Silvina Ocampo, una serie de entrevistas imprescindibles para los admiradores de la gran cuentista y se reeditó su ensayo Tango, rebelión y nostalgia. Ahora el Centro Editor de América Latina en su colección “Capítulo: las nuevas propuestas”, ha publicado su nuevo libro de relatos: Ciudades.
“Este volumen –aclara Noemí Ulla– está integrado por dos series de cuentos, los de La Viajera perdida y los de Ciudades, que da nombre a toda la obra. Nací en Santa Fe y cursé los estudios universitarios en la Facultad de Rosario. He vivido en distintas ciudades y he conocido el lenguaje íntimo, a veces casi indiscernible de poblaciones que, aparentemente hablan el mismo idioma y sin embargo, reservan una sutil diferencia para ciertas palabras, para ciertos giros, que los definen con una actitud incomparable.La viajera perdida es el título de un poema de Héctor Pedro Blomberg, con el que bauticé los primeros cuentos escritos por mí al radicarme en Buenos Aires. Empecé a redactarlos en 1969 y los terminé dos años más tarde. Se trata de un libro muy distinto de Urdimbre. Las voces los distintos relatos son los que marcan la clave de cada narración. Es a partir de esas voces, de esas entonaciones que me perseguían, o de ciertas frases muy simples pero que encerraban situaciones a veces muy complejas que fui elaborando este libro. Por eso los lectores encontrarán en ese texto un tono muy coloquial. La estructura de esos relatos, por otra parte, es más bien tradicional. En Urdimbre también había voces que dictaban el curso de la narración, que definían toda una atmósfera, todo un personaje, con un adjetivo, con una palabra característica de cierto grupo o de cierta situación. Pero en Urdimbre hay una mayor libertad de construcción. Hay voces que aparecen y desaparecen en distintos tiempos y espacios; se pasa del pasado al presente de un modo continuo, hasta el punto de que se logra una sensación de simultaneidad en los acontecimientos. En ese sentido, no es posible comparar La viajera perdida –mucho más tradicional– con Urdimbre.

¿ Y en cuanto a Ciudades, la segunda parte de su último libro?

En ese conjunto de relatos me interrogo sobre la literatura misma, en cierto modo esos textos contienen una suerte de arte poética. Son “pretextos” para indagar desde qué lugar, desde qué tiempo, desde qué actitud, se escribe. A lo largo de esta investigación fueron surgiendo voces de la infancia. Así el texto fue recuperando parte de mi memoria personal, de mi pasado. El tono no es deliberadamente coloquial como en La viajera perdida.

¿Qué aspectos del pasado han ido surgiendo en su obra?

En todo lo que escribo hay mucha nostalgia. Eso no significa que esté totalmente volcada hacia el ayer. Pero la literatura me lleva a evocar lo que fue mi infancia. La música tiene mucha importancia en mis textos. Quisiera que mis relatos tuvieran cualidades musicales. Eso ti ene que ver con mi vida: estudié música mucho tiempo en mi niñez y adolescencia. Recuerdo con placer la voz de mi madre cantando. En las distintas ciudades en que viví fui reparando en ciertas formas de expresión muy particulares, por ejemplo en La viajera perdida predomina un habla rosarina. He tratado de restituir parte de ese lenguaje, que es parte de mi vida. Nunca vivimos un “presente” separado del pasado o del futuro. En cada momento nos referimos a nuestra memoria, y a nuestra capacidad de proyectar. Es una especie de regla temporal, de simultaneidad que sobre todo en Urdimbre quise transcribir. Macedonio Fernández hizo algo parecido en ese sentido, o más bien llevó esa tesis al extremo, y por eso no fue muy leído en su época y no tuvo éxito. A través de esa simultaneidad de los éxtasis temporales es como si estuviera dinamitando la esencia misma de la condición humana, como si se burlara de la mortalidad, o como si la transfigurara.

Usted se ha referido al cambio profundo que significó dejar Santa fe y Rosario para venir a vivir en Buenos Aires. ¿En qué consistió esa modificación?

Al cambiar de ciudad, uno abandona parte de sí mismo. Hay cosas que tienen distinto nombre en Rosario y aquí. Las calles son otras. Uno tiene que crearse afectos, lazos. La soledad es una realidad acuciante. Tuve que armarme una especia de red afectiva. Me resultaba difícil escribir sin el vigor que dan el amor o los sentimientos muy probados, muy antiguos. Al principio, me asombraba la velocidad con que se vive aquí. Me di cuenta de que la gente se desliza sobre las palabras, sobre las emociones, de un modo aparentemente superficial. Advertí que era preciso, si una quería seguir manteniendo su identidad, apartarse de esa vorágine y observar todo lo que ocurre alrededor. Entonces surgía la memoria, o esa simultaneidad de la que antes hablaba, una simultaneidad de la que no está excluida la reflexión.

Desde el punto de vista literario ¿qué transformaciones se produjeron en usted al radicarse en Buenos Aires?

Hubo cambios pero que no estaban ligados únicamente al cambio de ciudad, sino también al de época, o a mi propia maduración. Literariamente sufrí influencias muy marcadas y muy distintas. De chica, leía mucha poesía. En casa todos querían ser escritores. La lectura era en mi hogar algo habitual. En ese sentido, el ambiente era estimulante. En la universidad, la moda dictaba que se debía ser realista. La única corriente válida era esa. Las obras que uno debía admirar tenían que ser testimoniales. Me sentía muy asfixiada por esas imposiciones. Me parecía muy bien que hubiera una literatura de denuncia, pero ansiaba también otros horizontes. Poco a poco me fui dando cuenta de ese lugar común tan frecuentado: los libros se escriben con palabras, más que con ideas. Las Madres de Plaza de Mayo son un testimonio más ardiente que cualquier novela realista. Eso no quiere decir que se deba ocultar la realidad ni que ciertas obras comprometidas no tengan valor. Pero mi camino es otro. Me costó mucho trabajo confesarme que el tipo de literatura era esa para mí, y no la testimonial. Cuando estudiaba Letras, tanto en los profesores como en los estudiantes la censura consistía en prohibir a los escritores “puros”. Se debía ser muy valiente para leer a los autores de la “oligarquía”: Borges, Silvina Ocampo, Bioy Casares, etc.

Se ha dicho, cuando apareció Urdimbre, que las voces de ese libro eran profundamente femeninas ¿Qué opina?

Las mujeres venimos de modelos masculinos. La mayoría de los grandes escritores clásicos son varones. Las mujeres irrumpieron en la literatura de un modo más frecuente tan sólo en este siglo. Si hay libros con entonación femenina, se deben a una escritura arraigada en sentimientos muy hondos y auténticos, en una experiencia del cuerpo muy particular. No olvidemos que las emociones, los sentimientos, los vivimos con un cuerpo. Nuestro corazón late más apresuradamente ante ciertas circunstancias. Somos nuestras emociones también, las que componen toda una psicología de lo femenino y de lo masculino. Cada uno de nosotros ha sido educado de acuerdo con ella. Esa instrucción nos ha ido parcializando, formando y deformando. Si mi libro “sólo pudo haber sido escrito por una mujer”, como dijeron algunos, eso se debe, probablemente, a que he volcado en él mi pensamiento y mis recuerdos más profundos.

A menudo se la vincula con la vanguardia literaria argentina ¿Por qué?

Si se me vincula con la vanguardia quizá sea por la libertad de imaginar. En nuestro país, la imaginación estuvo bastante sofocada por el realismo. Urdimbre, dice el crítico Eduardo Paz Leston, es una ópera, en ella la gente canta para no volverse loca. Las voces cantan allí porque el sil encio es la muerte o la locura. El canto es la vida, la libertad, la luz. De manera oblicua los recuerdos actúan como un rescate del pasado. Allí no hay juego, aunque lo parezca no hay nada gratuito. Tengo la idea de que uno dice cosas y canta para no morirse de miedo. Tiene razón Eduardo Paz Leston en lo que dice de Urdimbre, porque yo escribí ese libro de la misma manera que cuando era chica caminaba en la oscuridad cantando hasta acercarme a las llaves de la luz.
En cuanto a Ciudades conviene advertir que se trata de dos libros muy diferentes. Es cierto que La viajera perdida y Ciudades tienen en común, en la mayoría de los cuentos, que el sujeto de la enunciación y el del enunciado coinciden. Pero mientras el primero tiene entonación coloquial, el segundono. Fueron escritos en épocas bien distantes. Y hoy son el registro que el tiempo ha ido dejando en mi vida y en mi obra:el modo en que el pasado, la memoria y el presente han ido amasando, entrelazando las palabras y los hechos de mi existencia.


“Eluard decía que hay otros mundos, pero están aquí”
in Tiempo Argentino, 12 - 2 - 84
Nota de Norberto Soares

Narradora y ensayista, Noemí Ulla ha publicado una novela excelente, Urdimbre y un trabajo que anda ya por la segunda edición:Tango, rebelión y nostalgia. Ciudades, su último libro publicado reúne cuentos pertenecientes a La viajera perdida y al volumen que da título al libro. Habrá que decir de entrada, que los veintinueve relatos de Ciudades ostentan una calidad inusual dentro de la narrativa argentina de estos últimos años.
Tal vez el rasgo clave de la escritura de Noemí Ulla sea esa sutil combinación de prosa y poesía que le permite narrar una historia desentendiéndose, al mismo tiempo, de la linealidad que suele determinar el curso de esas ficciones identificadas con la genérica categoría de “cuentos”. No se trata, en el caso de Ulla, de practicar ese tipo de prosa en la cual un manifiesto caos del lenguaje pretende mimar el caos de una historia personal o colectiva. Su estilo directo, deliberadamente coloquial en ciertos textos, tiene la rara virtud de provocar la ambigüedad justamente por el extremo rigor que le impone la autora.
En algunos pasajes de sus textos –muy contados, por otra parte– la misma autora deja entrever cierta clave de su estilo. En el relato “Un destino”, por ejemplo, la protagonista reflexiona irónicamente: “Como toda la gente de publicidad, conocí muy bien la técnica del lenguaje que está nada más que en el borde de la poesía”. Y en “Maravilla”, otra protagonista, al marcar la diferencia entre ella y un interlocutor, piensa: “Me deslumbraba su capacidad para penetrar en otros mundos, los de la contemplación donde es posible reflexionar, afinar; pensamientos y describirlos con todas las aristas posibles. A mí siempre me faltaron las palabras que afinan, que completan, que entregan una meditación acabada”.
Esos dos párrafos definen la técnica utilizada por Ulla para redactar los cuentos de Ciudades: historias sostenidas por un lenguaje que bordea permanentemente esa línea de fuga que caracteriza a la mejor poesía y un tono reflexivo que no cede en ningún momento al gesto imperial de las conclusiones categóricas. Por si no bastara esto para señalar que se está ante un texto de primera calidad hay que añadir que los relatos de Ciudades conservan, más allá de su modernidad – una palabreja bastante temible– dos rasgos clásicos de la narrativa: la trama de una historia y una galería de personajes perfectamente identificables y sutilmente trabajados.


“Noemí Ulla o el peso d el silencio”
Clarín , 8 de marzo de 1984
Nota de Jorge Carnevale

Casi fatalmente , cuando un autor utiliza el dudoso privilegio del prólogo o el epílogo para justificar o aclarar su discurso narrativo exagera o se equivoca. Algo de eso le ocurre a Noemí Ulla cuando en el “Umbral” de su libro afirma: “En Ciudades los cuentos ignoran la obsesión de muchos críticos: la idea de totalidad”. Para su beneficio, estas “historias de pasiones, de manías, de deseos” (sic) obedecen –aunque su autora no lo sospeche– a una búsqueda incesante que procura, precisamente, la totalidad.
Pariente pobre de la novela –en opinión de la mayoría de los editores y de más de un lector desinformado– al cuento le cuesta imponer su lectura. Parece obligado que ante una colección de relatos el lector acabe siempre por el egir tres o cuatro para el archivo de la memoria, en injusto detrimento del resto. Es difícil que eso ocurra con Ciudades. A lo largo de veintinueve narraciones impecables, la autora construye un solo discurso enhebrado con sus temas más entrañables. Aunque varios de sus cuentos se sostengan por sí mismos, más allá del sutil entramado del volumen (“Dalmacia casada”, “ Ella o él”, “ El Tánger”, “Navidad”), la sensación final es la de que cada una de esas trabajadas viñetas configuran los hilos de un tapiz recurrente donde palpitan a cada tramo la fugacidad del tiempo; la incurable soledad, el peso del silencio.
A todo eso apela constantemente Noemí Ulla, en un estilo que busca la llaneza de lo coloquial o esa inusual tersura del lenguaje que parece escrito desde siempre y por nadie. Esa falta de énfasis, esa poesía no impostada que recorre sus páginas, convierten la lectura de este libro en una celebración poco frecuente.


Ciudades
California, Alba de América , julio de 1987, nros. 8 y 9, v. 5.
Nota de María Rosa Lojo

Los cuentos de Noemí Ulla nos introducen en un tiempo demorado donde cada cosa está y no está en su lugar preciso. En esta escritura refinada el mundo se transforma en relieve sensorial, trama de sonidos, olores y sabores trasladados a una mirada táctil, un pensamiento espeso y lento al que –para volver a la etimología latina del verbo pensar– la vida le pesa, sedimentándose gravemente.
Componen Ciudades dos series de cuentos: “La viajera perdida” y otro con el mismo título del libro. Aunque la autora señala en el prólogo un predominio del lenguaje coloquial en la primera serie, ambas emergen de idéntica atmósfera de extrañamiento (más leve o más intenso), de condensación poética. Estos textos difícilmente encasillables o clasificables, capaces de abolir gloriosamente la rigidez preceptista que a veces se convierte en “superstición del género”, exhiben como marca esencial una capacidad insólita para constituirse en lo que se podría llamar “discurso femenino”. No hay aquí, por cierto, militancia feminista, tesis, o pancartas. Simplemente la vida fluye, con autenticidad irrefutable, desde el interior de esas mujeres imaginarias (tan reales) que piensan y sienten como mujeres, que existen en femenino. Sobresalen, en este sentido, cuentos como “A la vieja usanza”, “Descubrimientos”, “Ciudades”, “El Tánger”, “Navidad”, “Una lección de amor”, “El simún”, “Transformaciones”, “Encajes”, “Las mil y una noches”, “Deseos”, “Éxtasis”, “Un destino”, “Desnudo”. Todos ellos hablados, vistos, desde una mujer que vive un tiempo diferente del masculino, que desea otras cosas, que no se avergüenza del amor a los perfumes, a las telas, a los hombres, a los niños, a la contemplación (degustación) minuciosa del mundo, filtrado a menudo (como en “Éxtasis”) por la luz de unos vitrales que instalan al ser en otra dimensión, en una suerte de remanso similar a lo eterno. Como bien lo señala la autora, sin embargo estos personajes no son “gente tranquila”; están poseídos por pasiones y obsesiones. Pero pasiones y obsesiones alimentadas en un silencio solitario que anula el trabajo y el tráfago de la vida exterior y converge en otra frecuencia, en otro ritmo.
Acciones mínimas, usuales, cotidianas: ordenar la casa, decorarla, cocinar, sacarse o ponerse un vestido, pasear con el nene, caminar por la plaza, beber una cerveza o un vino, vacunarse, lavar los platos, bañarse, atender el teléfono, planchar, ovillar lana, buscar una goma en una caja pintada, esperar al marido y al hijo en la confitería después del trabajo, con un vestido azul que se parece al destino: gestos que asumen la resonancia y la significación de ritos, que se transfiguran y se disuelven en poesía. Perspectiva poética del mundo asumida por convicción, meditación, fe, y que podría ejemplificarse con las palabras finales de “Transformaciones”, extraordinario relato que plantea toda una metafísica femenina del tiempo vivido: “No, no era esperando como Penélope que inventaría el futuro –se dijo–, sino de otra manera. No sabía cuál, pero seguro que no era ésa. La ropa de su hijo estaba más o menos lista para el uso, la del padre, también. La comida, se improvisaría. A la sonata de Mozart habría que volver, una y otra vez, ajustarla, desarrollarle nuevos timbres. Miró hacia afuera: el sol iba bajando y con él, el calor cedería. En el televisor, a esa hora, no había nada que le interesara. Mi futuro –pensó– no soportará el ruido, y al menos –agregó para sí– algo sé ya con seguridad sobre él. Sé –se dijo– de las vibraciones que él necesita para empezar a integrarse en mi vida, y ser, momento a momento esa virtualidad, ese misterio que se vislumbra y se diluye, que se encarna en el tiempo dócilmente, tiempo al que yo avasallo y a veces me someto. Ese último instante de la duda –advirtió para sí– del que entro y salgo, es la piel, es la carne, es el hueso de mis días”. (pág . 93)
Y también la carne, la piel, el hueso, de estas narraciones donde una voz impecable que es muchas voces, absolutamente afirmada en su decir, se abre a la inseguridad misteriosa de la vida contemplada siempre como una perplejidad, un deslumbramiento, un gozo que se encarna en las palabras sin reducirse a ellas, y que no tiene otra ratio sino la propia experiencia del asombro, el dolor, la maravilla.

 

su El ramito

“Reflexiones sobre El ramito de Noemí Ulla”
Rosario, La Capital , 12 - 1 - 92
Nota de Luis Thonis

La voz que narra “El ramito” tiene una ambigua legalidad: es una niña de cuatro años que hace precisiones sobre el lenguaje, y acepta correcciones no sin cierto matiz de ironía. Una niña que circula entre relatos, desviando su mímesis narrativa. La tristeza asoma cuando presencia y ausencia dejan de ser complementarias: “Por primera vez siento el vacío en mi metido en ese almohadón que mamá bordó en mi ausencia”. El más nimio sonido le permitirá tomar una distancia, abrirá una escucha respecto de los imperativos rígidos de su medio. Oye. Sus oídos no están cubiertos por arenas vírgenes. Algo resuena, no una lengua sino una sílaba, una música, una tonada, lo suficiente para festejar la incorporación de nombres que proceden de lo oral: “Aprendo a escribir un nuevo nombre y me gusta hacerlo. Me equivoco y mamá me corrige, pero es una aventura. Tengo cuatro años. Siempre que recuerdo o leo un cuento de Cortázar sobre las hormigas, pienso en la casa donde escribí aquél nombre”. En los orígenes hay un nombre de autor, de escritor. Así Noemí Ulla, autora de novelas como Urdimbre (1981) relatos: Ciudades (1983), con profusa obra ensayística que puede situarse desde Tango, rebelión y nostalgia (1967) hasta su detenida exploración entre lo coloquial y lo escrito, en Identidad rioplatense, vuelve a lo que Walter Benjamin llamó un recuerdo de infancia. Toda gran obra, pensó, se sostiene sobre esto. Pero recordar no es memorar siquiera activamente.
¿Alguien podría recordar cómo aprendió a caminar o a nadar? La memoria responde: soy una palidez negativa. La literatura, por la gracia de sus inversiones temporales –que abundan en este libro– puede tomar la memoria como una foto en negativo. En El ramito, recordar sus nombres, hacer su aprendizaje, saborearlos o padecerlos, es orar y festejar su advenimiento. El acto de narrar deviene acontecimiento: un testimonio del amor al idioma de Noemí Ulla. Testimonio: a la vez testamento y nacimiento. Este libro que merece lectores habla de la aventura de una infancia rosarina: la de tomar los nombres a flor de oreja en un tiempo acrónico. Todo ocurre antes de los doce años, escribió Péguy.
¿Quién es esa niña que habla? No es la madre de una hija por nacer – ella misma como mujer adulta –, sino un resto no nacido de ella misma. Que es dos, es ella y su doble. Para ella no se trata de perder el ser en función de una imagen por venir ya hecha, sino de ese encuentro con el doble que la narración mata, elabora como muerte. El doble, diría Marcel Proust, se vuelve “una hija de su sueño”.
Se ha roto aquí la división entre la historia (tiempo donde ocurrieron los hechos) y el discurso, como instancia presente de enunciación. El ramito es la aventura de sus acontecimientos. Con su arte explota ese mítico grado cero entre la historia y el discurso que, de ser tomado literalmente coincidiría con la mudez total.
Los nombres no son aquí designaciones, etiquetas, o descripciones abreviadas. Evitan que la muerte (mudez) se iguale en la lengua mediante ese espejo donde el doble muere por esa separación que acontece cuando ella ha encontrado las palabras y las flores, sufrido los golpes y gozado los nombres. El ramito es la historia de la transmisión del nombre propio, efecto de las flores más heterogéneas.
Jean-Paul Sartre, en su libro sobre Flaubert, afirmó que Proust mentía para ser “más verdadero que lo verdadero”; aquí puede decirse que la narradora finge para encontrar una relación con la verdad.
Ella habita un espacio donde todo parece estar permitido a excepción de pensar: “Se desesperan de verme pensar, creen que estoy aburrida y quieren llenarme el tiempo del miedo que se quede vacío. Ya no digo más ‘estoy pensando' cuando me preguntan qué hago; noté que eso no me conviene porque me mandan a jugar. Me gusta jugar cuando no me mandan, esos juegos que se ven. Pensar, que no se ve, es el juego que no me dejan hacer”. En su notable ensayo sobre Léautaud y Proust, José Bianco indaga las resonancias estéticas entre la Virgen y la madre de este último, recuerda ese beso que Albertine entrega como un don del Espíritu Santo.
La Virgen que florece en El ramito surge entre apelaciones, resplandores, la transición de los gladiolos a las violetas, veredones, tropos que hacen el ramo de un ingenio que no apunta sólo a una verdad “como el juicio, sino que aspira a la hermosura”, según Gracián.
En el hilo de la Virgen se desgaja la hija de su sueño, asoma ese fruto –árbol del bien y el mal– que fue creado para jugar según Kafka. Acaso el más prohibido de los juegos sea la interrogación en el mismo límite del interdicto: Noemí Ulla lo hace con ardor cándido. Que haya una entre todas las mujeres –Dogma de la Inmaculada Concepción– le permite una referencia, hallar su voz, desgajarse de la otra, hija de su sueño, denunciar que toda criatura ha venido al mundo para, decir algo: por eso es singular.
Hay otro hilo, el del alambre que remite al padre –“en eso siento que papá está en mí”– donde puede diferir un diálogo que se anuncia, tendiendo de cierto modo la ropa, suspendiéndolo en “una continuidad horizontal de ropa”, hasta su desaparición.
El alambre: he aquí el hilo donde ella va a nacer como narradora. Ella debe sostenerse –oyendo al otro– en tensión vocal, visitada por una tonada popular, yendo al conventillo, a una barranca santafesina. Es en el inasible ramito donde viene a cantarse la diferencia sexual –la niña tiene cuatro años, edad donde se rompe el vínculo con la madre– y que es finalmente lo que piensa la narradora. Por eso la mandan tanto a jugar... los malintencionados.
No haber pensado eso en la infancia hubiera sido abolir el juego en el momento mismo de jugarlo, y no recordarlo con un dogma de lengua –el que juega con lo interdicto– seria idealizarlo, no poderlo contar.
Sería ahogarse para aprender a nadar. Ella habrá de jugar a (escribir) en un follaje que no sabemos si será infierno o paraíso. No importa: si ella es alguien como su autora, o la sutil figura que Silvina Ocampo dibuja en la tapa – llamada “Noemí”– hará florecer el idioma más recóndito en una tierra desconocida, prometida, dejando siempre la estela bien legible de un ramito.

 

“El ramito y otros cuentos de Noemí Ulla”
Buenos Aires, Clarín, 9-2-02
Nota de Tununa Mercado

Hay una foto en el centro del libro de Noemí Ulla: tres niñas, su madre, una tía y dos perros en un jardín cercado por una hilera de tuyas. Quita (Noemí) es la primera de la derecha y tiene la mano derecha con la palma hacia su cara, como si sostuviera un espejo a la altura de sus ojos o como si leyera en ella su propio libro, el que habría de escribir para narrar el tiempo y el espacio que la contuvieron cuando era niña. “El ramito” es un diminutivo pudoroso para designar el mundo que se abre, desde las primeras líneas del relato. Las puertas son infinitas porque son infinitos los recintos que se revelan al registro minucioso de los sentidos. Para entrar en ese prodigio que la escritura ha sabido urdir –Ulla ya nos dejó disfrutar ese saber del texto en Urdimbre– hay que dejarse atrapar por ese modo de imaginar que confía a la palabra el diálogo con las cosas y los seres, revelando lo recóndito, lo maravilloso de los objetos-seres, interlocutores privilegiados de quienes han sido niños y que ya al fantasear escribían sin saberlo.
Cuando el ramito ya está amarrado, empiezan los otros cuentos, que no son menos por no estar en el ramo grande: el amor, la música, el tiempo, la libertad son el trasfondo de los juegos y las delicias de “Arcano”, “Pont des Demoiselles” y “Manecillas”. Vuelvo y vuelvo a los dibujos de Michèle Ramond, a la foto de las mujeres Ulla, a los poemas intercalados, y al cerrar la caja de las sorpresas, me detengo en el dibujo de Silvina Ocampo que ilustra la portada: “Noemí”, rodeada de sus personajes-flores. La mano derecha esta vez con la palma hacia afuera se da a leer; es acaso un espejo donde leemos, pero es sobre todo una mano que acompaña con su gesto la escucha atenta de quien observa, piensa y escribe.

 

su El cerco del deseo

“Todo tan cerca y distante”
Espacios de crítica y producción, N°16, Julio – Agosto de 1995, Buenos Aires. Facultad de Filosofía y Letras UBA. Secretaría de Extensión Universitaria y Bienestar Estudiantil.
Nota de Isabel Santos

Los beneficios del silencio
En el prefacio a la edición francesa de Ciudades (Ed. Ombres, Toulouse, 1994), Adolfo Bioy Casares afilia el mundo de la imaginación de Noemí Ulla – autora de La viajera perdida, Ciudades, Urdimbre, El ramito entre otros textos – al linaje de los mundos de escritoras como Colette, Virginia Woolf, Djuna Barnes, Clarice Lispector y Katherine Mansfield. Y, precisamente, la poeticidad de ese mundo “donde se olvida el mundo”, el lenguaje de sus ficciones seduce al lector a lo largo de las dieciocho narraciones que componen El cerco del deseo.
La ambigüedad del genitivo presente en el título enuncia una de las reglas del juego narrativo – el cerco del deseo/ el cerco al deseo – y alerta sobre la eficacia comunicacional: nada es lo que parece. Se asiste, asombrado, a los esfuerzos denodados de los personajes por contener al lenguaje en su función comunicativa: “una mesa es una mesa” (“La mesa”), “una mujer es una mujer” (“ El sueño de Arcimboldo”), “un sueño es un sueño y un cuento es un cuento” (“El proemio”). Los esfuerzos tienen como destino el fracaso que permite el devenir narrativo: una vez despreocupados por mantener el cerco sobre la significancia. los personajes recurren a sus recuerdos, amores y odios para acceder a un conocimiento que, una vez adquirido, permanecerá casi invisible en la textura discursiva.
Las trampas del lenguaje y los silencios ocultos en sus intersticios conducen a la certeza de que la concreción del deseo es siempre ausencia de lenguaje: en “The chinese conqueror”, una mujer madura y un hombre mayor, en la ignorancia mutua de sus respectivas lenguas, logran la comunicación perfecta en el murmullo de un mutismo obligado.

Tratos sin contratos
Personajes conocedores de los peligros del lenguaje viven, en la aparente tranquilidad de la Ley una vida discordante con ésta y se rigen por las leyes de la poeticidad en el seno del discurso. En el decir de Barthes, discurso doblemente perverso: en algunas de narraciones lo ideológico (adjetivos estereotipados: “tumultuosa sangre”, lugares comunes: “las aventuras y los horrores de la cárcel”, redundancias: “subió ocho pisos por las escaleras y como la luz había sido totalmente cortada, golpeó con los puños en la puerta del departamento de su amiga.”, repeticiones: “soñó, soñó, soñó”). En otros relatos, la enunciación avanza en persecución de una promesa, “el oro y el moro”, la palabra estalla en todos sus sentidos y, al hacer hablar al deseo, el texto se acerca a la indecibilidad del lenguaje sin lenguaje del goce (“Por el moro”).
Una vez planteadas las reglas del juego, el punto de arranque de las narraciones es la vida. Walter Benjamin, al referirse al spleen baudelaireano de la naciente sociedad de masas apunta que allí la única novedad para los hombres es la muerte. En cambio, en el referente textual (el texto muerto del lenguaje social)/extra - textual (la muerte instalada como lo real cotidiano) de estas ficciones la novedad disparadora de los relatos gira en torno de vivir ­ (“Amanecer con vida”), nacer (“El sueño de Arcimboldo”), simular la vida (“Razón social”), sobrevivir (“El proemio”). Inmersos en el orden del discurso, los personajes trascienden la ideología que los inmoviliza en destino y arriban a la experiencia de una realidad alternativa a la impuesta por la Ley a través de la búsqueda del saber en el mundo de los deseos. Amados hijos de origen incierto, felices ménages à trois, desesperados crímenes de amor, vidas “barriletes” protegidas por el “talismán” de la literatura, se insinúan en el desenlace de los relatos donde todo continúa como si nada hubiera pasado. Vivir la vida sin culpas dentro de la ley del discurso: comedia o drama de la tragedia, punto de llegada de este juego de las lágrimas y de finales felices; trama sobre la cual reflexiona Silvina Ocampo: “Tras la aparente sencillez coloquial se descubre una escritura, sólida y audaz de la poesía”. Recóndita perversión de El cerco d el deseo: en la engañosa paz de un lenguaje para ser “hablado, la poesía burla jerarquías y ­ certidumbres e instaura un nuevo orden sin más reglas que las de la ilegal ley del deseo.

 

El cerco del deseo
Letras de Buenos Aires, N°35, año 16, noviembre de 1996, p. 118-119.
Nota de Eduardo Paz Leston

Me preguntaba hace poco por qué casi todos los libros que me interesan vivamente han sido escritos por mujeres. Quizá porque las mujeres son menos “estructuradas” que los hombres. Si nos atenemos a los narradores argentinos (me refiero a los varones), éstos tienden, en cambio, a una racionalización excesiva, salvo los más jóvenes como César Aira, Daniel Guebel o Rodrigo Fresán, que se permiten jugar con su propia imaginación. Tal vez por esa razón son menos previsibles, aunque sus relatos no siempre sean logrados. Pienso que la mayor parte de los narradores argentinos manejan bien la trama, pero es como si una deformación profesional les impidiera crear personajes que perduren en la memoria del lector como Ágata Cruz, Valerga o el duque de Bomarzo. Otra razón creo encontrarla en el psicoanálisis. Por lo general el psicoanálisis inhibe la imaginación por el hecho mismo de codificarla. Establece una suerte de policía mental. Pienso que esa sería una de las causas por las cuales los narradores argentinos no suelen aventurarse en el erotismo. Se quedan de este lado de la frontera de sus propias perversiones. Las rechazan, las niegan; las perversiones son de los otros, son un signo de regresión. No hay lugar para el erotismo, porque no hay erotismo “sano”.
En cambio, los relatos de Noemí Ulla están atravesados por el erotismo, tanto en su aspecto trágico (“Amanecer con vida”) como en su aspecto cómico (“The Chinese Conqueror”). En varios de ellos aparece el tema de la gestación. Como maternidad, en “El sueño de Arcimboldo”, en “Un amor de Erté”, en “Anáforas”, y suele estar acompañada de sueños poco tranquilizadores que irrumpen en una pétrea realidad burguesa, dándole una dimensión misteriosa. En otros la literatura de imaginación es la que tiene una acción fecundadora: la literatura creadora a su vez de literatura como en “La mesa”, “Zunderland”, “Anáforas” o el ya mencionado “Amanecer con vida”, un cuento admirable de estructura más tradicional en el que se entremezclan sentimientos contradictorios, ternura, odio, conmiseración, egoísmo, en medio de una tensión erótica sólo interrumpida por el agotamiento físico que trae aparejado la violencia.
En “La mesa”, Noemí Ulla nos da una clave para entender sus relatos, curiosamente descentrados, algo desconcertantes si se tiene presente un modelo narrativo convencional: “Hablé por teléfono con una amiga y me confesó que no tenía ganas de vivir porque se sentía sin identidad. Estados semejantes padezco a diario, y hasta podría afirmar que la falta de identidad es una situación vital, ella me nutre, me absorbe y multiplica”. En este mismo relato se refiere al lenguaje del cuerpo y a su relación con los objetos, más lúdica que obsesiva. Pero hay otro relato, muy distinto, “El maestro de música”, que contiene una observación que también me parece reveladora: “Hay palabras que son como talismanes y hay palabras que son como barriletes. Las primeras deslumbran en la frase y provocan una especie de suerte y de gracia en lo que se escribe, difícil de borrar. Las segundas nos levantan [...] llevándonos del papel en que están escritas hacia lugares que desconocemos. Como los barriletes hacia el aire del cielo, así es la imaginación”. No es raro encontrar en estas narraciones frases que son como barriletes. Si su desarrollo es a veces arbitrario, se justifican, sin embargo, porque están del lado de la poesía, que las prolonga más allá de la trama.


“Magia y dolor”
La Nación , 27 de noviembre de 1994.
Nota de Adolfo C. Martínez.

Una gran imaginación y un depurado estilo literario son los el ementos que, en una primera lectura, surgen de estos dieciocho relatos de Noemí Ulla, una escritora que desde el ensayo y la novela demostró ya sus lúcidas condiciones de sagaz observadora del hombre y de su entorno. Pero los cuentos reunidos en El cerco del deseo poseen, además, otros importantes valores que los convierten en breves radiografías del quehacer cotidiano en el que se mueven con angustia, alegrías y esperanzas unos seres dispuestos a romper con la monotonía para buscar horizontes más amplios y prometedores.
Desde la primera de estas historias, titulada “La mesa”, ya queda marcado el preciso sendero que seguirá la autora en sus inmediatas entregas. Dispuesta a dejar de lado un realismo trasnochado, Noemí Ulla no vacila en entregarse al delirio, a la poesía y a los más sinuosos y arbitrarios senderos para edificar personajes que nacen de pequeños conflictos y estallan en crisis frente a las dolorosas circunstancias del vivir. La gran ciudad o los pequeños pueblos del interior son los escenarios de estas casi febriles anécdotas. En esas escenografías los cercos se abren y se cierran para esa fauna humana que, inesperadamente, entrega su universo interior a las sorpresas que se entrecruzan en sus oscuras existencias. Si “Razón social” aporta una inusual calidez, “The chinese conqueror” describe los meandros del amor y del desarraigo, mientras que “El proemio” transita con enorme sutileza por la magia y el dolor de la maternidad. No falta tampoco en este collar de tiempo presente y de nostalgia el entrañable recuerdo para Julio Cortázar en el cuento “El tesoro de la juventud”, una evocación brotada desde el amor y la admiración.
Todos los relatos que integran el volumen tienen el común denominador del patetismo, los extravíos y las lealtades y traiciones de nuestros días. Noemí Ulla, con un perfecto lenguaje narrativo, atrapa por el nada fácil sendero de la autenticidad, de esa autenticidad que necesita de la reflexión del lector para combinar la inteligente propuesta de la escritora santafesina con la complicidad de quien recorre estas simples y a la vez mágicas páginas.

 


El cerco del deseo"
Montevideo, Uruguay, El País , 12 de abril de 1995.
Nota de Alfredo Alzugarat

La mayoría de los cuentos que presenta en esta nueva colección la escritora argentina Noemí Ulla se caracteriza por la presencia combinada de tres coordenadas fundamentales: lo femenino, lo íntimo y lo cotidiano. Sus narraciones nacen de una fabulación que se inicia las más de las veces en lo doméstico, en el trabajo rutinario o en las vicisitudes del convivir para trasladarse, sin grandes sobresaltos, hacia una intensificación de la realidad ya existente o hacia una inevitable y necesaria ruptura con ella. Ese imaginario de lo cotidiano, si bien no ignora ocasiones excepcionales, peripecias oníricas o aventuras rayanas en lo fantástico, tiende a relativizarlas al concentrar la atención todo el tiempo en la sensibilidad de los personajes. Lo que importa es explorar el universo de la vida interior, los hondos balbuceos de la conciencia y a la vez las menudencias, angustias y aspiraciones que hallan reflejo inmediato en el transcurso de la vida diaria.
Oscilando en su discurso con igual eficacia entre la primera y la tercera persona, resalta una óptica feminista que concluye muchas veces en la celebración de triunfos o descubrimientos, trabajosamente logrados y presentados como un renacer que ensancha la existencia. Así sucede en cuentos como “El maestro de música”, “Amanecer con vida”, “Un amor de Erté” o “Las noticias del día”, donde la comprensión de la naturaleza individual o la apertura hacia el mundo exterior, aparecen como expresión de una voluntad que conjuga con el deseo de los personajes. En otros casos, el deseo es una fuerza oscura, muchas veces inconsciente o innombrable, que acecha y asedia, sometiendo los designios humanos: en “Tratos y contratos”, la consigna de deshacer el día se impone como una tentación de romper la rutina de una correcta y disciplinada señora; en “La mesa”, un mueble inevitable, a través de un sencillo ejercicio de telequinesis, puede obligar a escribir sin pretextos a una deslumbrada escritora. Mención aparte merecen relatos que giran en torno a las secuelas del período dictatorial como es el caso de “El Proemio” donde se condenan enfáticamente los excesos de exhibicionismo testimonial, lo que la autora considera una “comercialización del sufrimiento, grotesca y grosera .
La intertextualidad no deja de estar presente. Con su prosa sobria y serena, Noemí Ulla circunscribe y enriquece su narración invocando lo ficcional y el ancho mundo de la literatura: el comienzo típico del cuento de hadas o la mención del país de las maravillas; uno de los personajes comparado con el Blanes de Onetti; algunos títulos alusivos y hasta un homenaje a Julio Cortázar. Por su unidad y transparencia esta colección de cuentos de Noemí Ulla puede situarse al nivel de otra anterior suya (Ciudades) recientemente traducida al francés. A la par de su labor ficcional, en sus ensayos de crítica académica, por la que también se la conoce, ha ahondado en la obra de Borges, Onetti y Roberto Arlt, autores que inciden en su escritura.

 

su Obsesiones de estilo

“Perspicaz y solvente antología de lecturas”
Buenos Aires, La Nación, 20 de marzo de 2005.
Nota de Antonio Requeni

La Fundación Ross de Rosario ha decidido publicar una colección titulada “Escritores leyendo”, en la que autorizados escritores argentinos analizan la obra de sus colegas. A dicha serie pertenece este tomo de muy pulcra presentación, que recoge una veintena de estudios críticos de la santafesina Noemí Ulla, más un apartado de “memorias” de la autora sobre Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo.
Narradora de reconocida trayectoria, Noemí Ulla confirma aquí, además, su solvencia en los dominios de la crítica literaria. Doctorada en letras, docente, investigadora del Conicet y buena conocedora de la teoría literaria (Adorno, Luckács, Barthes, Bajtin), ha publicado ya varios libros de ensayos, estudios preliminares para obras editadas por el Centro Editor de América Latina, colaboraciones en diarios y revistas universitarias del país y del exterior, y ponencias en congresos internacionales. Algunos de dichos textos figuran en este volumen antológico que representa así una iluminadora guía de lecturas.
El primer capítulo lo dedica al narrador mendocino Antonio Di Benedetto y especialmente a Zama, una de las grandes novelas argentinas, de la que Noemí Ulla destaca la elaborada escritura y los distintos niveles de lenguaje. Al penetrar en la dimensión de sus conflictos, no elude por supuesto los atisbos psicológicos y hallazgos poéticos. Le sigue un autor tan diferente como el español Juan Valera, al que considera un maestro de la narrativa epistolar. Tras un lúcido comentario sobre El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares, ofrece una interpretación de La mayor, libro de cuentos de Juan José Saer, y rigurosos estu­dios sobre las obras de Germán Rozenmacher, Manuel Puig, Manuel Mujica Lainez (es sumamente aguda y perspicaz su valoración de La casa) y varios autores franceses: Guy de Maupassant, Julio Verne, Alain Fournier y Marguerite Duras, de quienes examina no sólo recursos de estilo sino el sentido profundo, real o imaginario, de sus argumentos.
Merece destacarse el capítulo “Sobre el estilo literario”, trabajo leído en Jornadas de la Universidad del Nordeste, en el que Noemí Ulla desarrolló sus reflexiones acerca de lo que constituye, en realidad, el terna central de este libro, ya que, como bien lo señala: “no puede sorprender demasiado si advertimos la inevitable herencia borgeana en aquellos escritores que no olvidan, en ningún momento, que la literatu­ra se construye con el lenguaje”.
En los últimos tramos la autora realiza una aproximación literaria y humana a escritores cuya lectura y amistad frecuentó: Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, sobre quienes escribe esclarecedoras y amenas páginas.

 

su Una lección de amor

Noemí Ulla: “Una lección de amor...” o la callada sabiduría del lenguaje
Por Jorge Ariel Madrazo
La Capital, Cultura, Mar del Plata 16 de julio de 2006
Gentileza de revista Apofántica (arte y literatura)

Narradora y ensayista reconocida tanto en el país como en el exterior, Noemí Ulla disfruta de un muy merecido prestigio, cimentado en el despliegue de una voz propia honda y reconocible. Uno de los signos quizás más distintivos de esta autora santafesina radicada en Buenos Aires ­que en los dos últimos años también nos entregó las antologías Obsesiones de estilo y De las orillas del Plata– es el sabio manejo de un planteo escritural que desecha cualquier apelación a un yo narrativo omnisciente, poseedor, de una presunta verdad absoluta respecto de hechos y personajes. Así, Ulla no teme abrir la ventana a la ambigüedad, la equivocidad y el halo de neblina o indeterminación –incluso, de irrealidad– que le han permitido concretar una poética tan fascinante como personal.
Una lección de amor y otros cuentos, que editó Fundación Ross es un volumen imprescindible para quien desee conocer a una de las escritoras más finas de nuestra literatura.
El drama social o político no están ausentes, sin embargo, de estas páginas: el relato “Cuentas” delinea el crescendo hacia la obsesividad, o la locura, de una mujer que se ve obligada a prestar declaración de modo reiterado, diríase infinito, tras la detención de su esposo por los represores. O se asiste a climas no menos envolventes, como el de “El Tánger”: el repentino dolor de un joven –dolor nacido de un deseo in­cestuoso sutilmente sugerido por Ulla-, cuando ve a su padre salir de un hotel para parejas, “El Tánger”, con una mujer ocasional.
En otro cuento, la borrachera de un hombre puede más que la ternura –o compasión– de ella, que pese a estar separados “había ido a cuidarlo”; van a la playa; ella se ilusiona con las dotes curativas de la vida sana; podían haber sido felices pero él bebe, y ella sigue sola: en el comedor del hotel él parece el de antes, propone: “¿Querés que vivamos juntos?”; luego, en la pieza, ella se despierta “con el corazón verde”; pero de vuelta en la dudad retorna la violencia del hombre. En esos días ella había leído La educación sentimental, de Flaubert, “una novela que enseñaba a esperar, a gozar, a vivir”. Buscó ese libro y “cuando lo tuvo juró sobre él que nunca más vería al hombre que acababa de salir”.
Como en la pintura zen, es en los silencios y en los blancos donde brotan las potentes significaciones de esta narradora y ensayista santafesina radicada en Buenos Aires, profesora y becaria en Uruguay, Alemania y Francia.
Ulla narra como quien juega a travestir la mal llamada realidad para escrutar su revés; por ejemplo, en esa mujer de “La viajera perdida” cuyo ojo derecho decide qué mirar, enajenando la voluntad de su dueña. La escritora tanto habla del sexo como de la represión política, o del misterio de esos amores rondados por el resentimiento y el desgarro. Pero siempre prevalece la eficacia, el encanto o el pavor de un lenguaje capaz de dar vida a todo lo que toca.

 

Un imperdible
Cuentos de Noemí Ulla
Una lección de amor y otros cuentos,

de Noemí Ulla, permite abordar una obra narrativa compleja. El libro, que acaba de publicar Editorial Fundación Ross, reúne treinta y cuatro relatos seleccionados por la propia autora entre seis libros libros aparecidos entre 1983 y 2003. Nacida en Santa Fe, formada en Rosario y residente en Buenos Aires, Ulla presenta entre otros textos, “El Tánger”, “Una lección de amor”, “El ramito”, “Días de la calle Limay”. La edición se completa con una bibliografía y una selección de juicios críticos sobre la autora. “La limpieza de tu prosa, utilizada para hablar de cosas que son, en definitiva, casi indecibles, crea una tensión que no decae del principio al fin” sostuvo Juan José Saer a propósito de la escritura de Ulla.

La Capital (Rosario, 11-12-05)

 

su En el agua del río

Por Juan Pablo Bertazza
(Galerna, Revista internacional de literatura, VI, 2008, Montclear, State University)

Existen casos de mágica correspondencia entre la vida y la obra de algunos escritores. La narradora y ensayista Noemí Ulla, luego de crear diversos y entrañables personajes femeninos en sus cuentos, ofrece ahora con En el agua del río, un nuevo volumen de relatos  –impecable por donde se lo mire–   que inauguró la colección exclusiva de mujeres Semillas de Eva, a cargo de la escritora Gloria Lenardón. Seis cuentos breves con los que Noemí Ulla sorprendió gratamente a sus lectores sin abandonar ni un poco su conciso y a la vez profundo estilo. En el agua del río tiene la extraña particularidad de ser algo así como un “grandes éxitos” compuesto enteramente por trabajos inéditos.
Así, brilla en este libro el mediomundo poético con el que, a lo largo de su narrativa, Ulla ha ido cazando frases de la vida cotidiana (tal como las de “el cuento de la buena pipa”) que esconden siempre un lado oculto. También está presente su desbordante imaginación (especialmente aprovechada en “Cuentos de Catalina”), su gran dominio del ritmo, el tema de la infancia (cuyo tratamiento la distingue de la función que toma ese tema en Silvina Ocampo) y la memoria y el olvido.
Tratándose de un libro con seis relatos tan valiosos como parejos, no queda otra opción que hacer  uso del gusto personal y hablar un poco más detalladamente de uno de esos cuentos. Respondiendo a la típica génesis de los relatos de Noemí Ulla, la idea que sirve de base a “Una clase de alemán” es la atmósfera tan particular de una clase de idiomas, escenario literariamente rico si los hay donde los miedos,  las asociaciones extravagantes y las inseguridades suelen anular las típicas jerarquías: no hay diferencias entre hombres y mujeres, y mucho menos de edad. De hecho, los adultos en estas situaciones son vulnerables ante la velocidad de aprendizaje los chicos.
En una de esas clases se desarrolla este cuento en que el profesor no tiene mejor idea que pedirles a sus alumnos una composición sobre la patria o sobre la lengua que, según Borges, son lo mismo. Como consecuencia, la narradora se imagina y se cuestiona cómo encarar su tarea. Primero piensa que va a ser sincera, dejando de lado el típico nacionalismo vulgar para decir que “la patria es para mí la capacidad de disentir, de discrepar, de disfrutar, de ser sensible también a los paisajes ajenos, de abrirse a las emociones, de saber ver las cosas que nos disgustan porque no andan bien, para tratar de mejorarlas”. Sin embargo, muy pronto se arrepiente. Pero, como suele pasar con los cuentos de Ulla, el argumento se va diluyendo con en la música de las palabras y la multiplicidad de sentidos que sugiere su escritura. La narradora se encuentra con uno de sus peores enemigos que, a los lectores, nos resulta bastante enigmático. Además se encuentra con Tadeo, un amigo con el que mantiene una relación de amor/odio y que regresa del exterior.
Como en un poema compacto y resonante, este cuento, como la mayoría de los cuentos de Ulla, va enhebrando notables juegos de sentido. Mucho más cuando la narradora, en su proceso de pensar la composición, recuerda algo imborrable: el momento en que su maestra dibujó a los alumnos una puerta en el pizarrón para que pudieran aprender la lengua: “¿Por qué aquel dibujo de la puerta me quedó fijo en la memoria? Era de mañana, cuando se abren las puertas para dar paso a los comienzos del día. ¿Diré en idioma alemán que la imagen de aquella pizarra recuerda también una dificultad? ¿La de ver la puerta y sentir miedo? ¿Miedo de juntar la palabra  a la imagen, la imagen a la palabra, oída, escuchada, escrita en cursiva y debajo en imprenta? ¿Cómo es todo eso junto? ¿Lo sabré alguna vez en idioma alemán?”.
El relato va sumando otros recuerdos, otros sentidos abiertos que, hacia el final, terminarán de potenciarse. Así, “Una clase de alemán” acaso sea el cuento más representativo de este libro que, de por sí, resulta tan representativo de una obra literaria muy representativa de nuestra mejor literatura.

 

Nota de Jorge Ariel Madrazo, publicada en la revista ADN cultura, La Nación, Buenos Aires, Año 1, Nº 7, p.18, 22 de septiembre de 2007.

Aparente sencillez
“La función principal de la poesía es la de transformarnos. Es la vida misma, que puede ser más que la vida: la vida nombrada.” La observación de Gastón Bachelard es pertinente para la obra  –tutelada por una peculiarísima poética–  de la narradora y ensayista santafesina, radicada en Buenos Aires, Noemí Ulla. Ello puede observarse en estos seis relatos, que integran una nueva colección editorial y que llevan a su cabal expresión las características del “estilo Ulla”: una aparente sencillez casi franciscana y en cuyo tejido la anécdota, mínima, es matizada por reflexiones desgranadas coloquialmente, como al pasar. Esto puede provocar que el lector olvide que está frente a una sabia construcción literaria, que muchas veces se eleva en un eficaz lirismo. De pronto irrumpe lo maravilloso o irreal, pero recibido siempre como algo natural y que no ha de interferir en el curso normal de los acontecimientos.
En “Cuentos de Catalina” los mayores se esforzaban en contar a los niños cómo era la vida cuando aún existía la transición de la luz.  Catalina,   que soñaba con viajar a una región donde aún había penumbra, descubrió cierta vez en su cama que había “miedos de risa” y “miedos de llanto”. Pero, ¿dónde estaría, se preguntó, la “noche de miedo”?  En “Una clase de alemán” es notable la proliferación de planos narrativos, alguno hasta enigmático, que brotan de las peripecias de aprender en grupo un idioma extranjero.
O bien, ocurre la visita después de años de ausencia a la ciudad de la infancia, esa Rosario con el parque junto al río, lo cual desata evocaciones, encuentros y el juego emocionado de la memoria.  Otra visita tiene  un carácter diferente, la de Marcial Basilika, un argentino exiliado, que luego de décadas vuelve a recorrer Buenos Aires. La maestría de Ulla se advierte en la diferencia de tono y de marco intelectual-ideológico entre ambos relatos.
“El pronóstico, el coco y la bomba” da un salto hacia otra modalidad, los textos con niños, en los que la autora navega a sus anchas. “El Danubio” es el relato que completa este breve  y cálido libro de Ulla, autora de una obra significativa en el escenario de la narrativa  y el ensayo. Jorge Ariel Madrazo

 

su Variaciones Rioplatenses

Nota de Jorge Ariel Madrazo
Revista ADN cultura, La Nación, Buenos Aires, Año 1, Nº 37, p.18, 26 de abril de 2008.

Diálogos vivos
La relación y el diálogo que la narradora, estudiosa y ensayista argentina Noemí Ulla mantiene, desde hace largos años, con la obra de los más eminentes escritores rioplatenses son tan apasionantes como rigurosos.
La autora de El ramito y otros cuentos, de Juego de prendas y los dos corales y del reciente En el agua del río, o de ensayos tan cruciales como Tango, rebelión y nostalgia, Invenciones a dos voces. Ficción y poesía en Silvina Ocampo y Obsesiones de estilo  –entre otros títulos–  orienta en este libro su brújula al análisis comparativo entre varios autores fundamentales de ambas orillas del río común; a los rasgos y enlaces que los vinculan pero también a las finísimas especificidades que singularizan a nombres tan emblemáticos como Felisberto Hernández, Armonía Somers y Cristina Peri Rossi, Sara de Ibáñez, María de Montserrat y Silvina Ocampo, Horacio Quiroga y Libertad Demitrópulos, Manuel Puig y Dalmiro Sáenz, más otros de quienes basta el apellido: Onetti, Borges, Arlt.  No son esas, sin embargo, las únicas luminarias que nos atrapan en estas páginas. Cuando Ulla incursiona en la “intertextualidad y reescrituras del siglo XX”, pasa revista allí a la filiación inesperada que puede avecinar, de pronto, a Alfonsina Storni con Darío o Bécquer, a Nalé Roxlo con Carriego y Blomberg, a César Femández Moreno con César Vallejo. Entre las cumbres literarias rioplatenses presentadas con conocimiento, solo Macedonio y Borges habían aparecido en el anterior De las orillas del Plata. Pero el friso se despliega en una diversidad de autores y análisis teóricos que han sacado chispas en polémicas inacabables. Como muestra, baste el aporte que hace aquí Ulla a la reflexión en tomo a dos posturas estéticas todavía en pugna: “¿Realismo versus Imaginación?”. Las notas y remisiones teóricas de cada capítulo nos recuerdan el sólido bagaje con que la autora santafesina encara estos trabajos, sustentados en estudios y diálogos vivos a lo largo de décadas. Jorge Ariel Madrazo


 

 
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