Urdimbre,
Editorial de Belgrano, 1981

 

da Vagamundos

    Canté tres canciones. Me miró del revés y del derecho, dijo que estaba bien, pero que yo no era una buena persona. El que tocaba el piano se turbó, buscando en el teclado todo lo que tenía desafinado. Le dije por hoy basta, desapareció entre los vidrios de colores de la pequeña puerta. Me preparé para exigirle una aclaración, que por qué yo no era una buena persona, pero tomé mis cosas y salí detrás del pianista, dejando al empresario con las sombras de los vidrios de colores. Sobre los mosaicos de la galería, el pianista ensayaba patinar; cuando se sintió descubierto por mí, me entregó una sonrisa urgente y nerviosa. Él sabía cosas del empresario que no estaba dispuesto a confesar. Si yo quería violar sus palabras tenía que empezar por violar las mías. El pianista era inviolable, pidió un jugo de frutas y me miró las manos con insistencia hasta que tomó una de ellas para probar si daba para una octava. Nunca serás pianista, ni buena ni mala, dijo quedándose con mi mano entre las suyas, como si probara un teclado.
    Estuvimos callados mucho tiempo, mientras sus manos hablaban un lenguaje que empecé a compartir. Sis saber cómo, me había enamorado del pianista en ese momento y sentí que sus ojos eran dos faros que penetraban en las oscuridades de mi tristeza. Después que recorrieron todos sus rincones, se instalaron en una esquina de mis labios y la llenaron de humedad. El barman preguntó si nos serviríamos algo más y nos dimos cuenta de que estábamos solos.

 

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